Magnicidios, crónica de tres muertes anunciadas

Cómo matar a un presidente (IEP 2018), del historiador Rolando Rojas, ofrece una detallada reconstrucción de tres magnicidios en el Perú: el de Bernardo Monteagudo, Manuel Pardo y Luis M. Sánchez Cerro. Va tras el rastro de los asesinos.

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El hombre que mató al presidente Luis Miguel Sánchez Cerro se llamaba Alejandro Mendoza Leyva, había nacido en Cerro de Pasco, vino muy pequeño a Lima y aquí desempeñó varios trabajos: ayudante de la bodega de José Palestra, mozo en el bar La Piñita, cocinero en una fonda de Miraflores y peón de la escuela de Agricultura. Cuando le disparó al Jefe del Estado, y fue ultimado en el mismo lugar del crimen, la prensa limeña lo describió como mestizo, de baja estatura y mal trajeado.

 

«En el tiempo en que mató a Sánchez Cerro dormía en el local de la Federación Gráfica, ayudado por Pedro Catalino Lévano, conserje de esa entidad y sindicalista aprista a quien se acusó de haberlo instigado a cometer el crimen. Allí estuvo la noche del 29 de abril de 1933, la víspera del asesinato, de donde salió al día siguiente muy temprano. Vestía camisa a rayas, pantalón azul marino y zapatos amarillos. Mendoza Leyva hizo a pie el trayecto al hipódromo de Santa Beatriz, actual Campo de Marte, donde se mezcló con la multitud», cuenta con gran nivel de detalle el libro Cómo matar a un presidente, del historiador Rolando Rojas.

El crimen -el mayor magnicidio de nuestra historia por tratarse de un presidente en ejercicio- tuvo detalles que lo hicieron posible: Sánchez Cerro no usó un auto blindado sino un automóvil Hispano-Suiza descubierto. El asesino corrió entre la multitud, alcanzó la parte trasera y le disparó varios tiros por la espalda. Testigos en el lugar contaron que varios individuos dispararon contra el auto parapetados tras una palmera. Por esa razón, un soldado murió y cinco quedaron heridos. El vehículo recibió ocho disparos.

Sanchez Cerro murió a la 1.30 de la tarde del 30 de abril, en el entonces existente Hospital Italiano, de la avenida Abancay. Tenía 43 años. La pregunta fue: ¿quienes fueron los responsables? Y la respuesta fue unánime: el Partido Aprista. Ya antes habían atentado contra su vida y sus militantes habían sido blanco de fusilamientos, masacres y persecución de parte del gobierno sanchecerrista después de la llamada «Revolución de Trujillo». El rumor de un nuevo atentado siempre estaba en el ambiente y la venganza asomaba como móvil.

«El crimen de Sánchez Cerro cambia el curso de nuestra historia y tiene un gran impacto porque abre la puerta a una dictadura como la de Oscar R. Benavides, con quien empezó una etapa muy dura contra el Partido Aprista, el movimiento social, además de recortes en las libertades ciudadanas. Desde entonces fue durísima la persecución política y sindical», comenta el autor.

Las investigaciones posteriores responsabilizaron al Apra. Se acusó a Leopoldo Pita, dirigente aprista, de organizar el atentado. Aunque el asesino estaba muerto, se enfocaron en sus relaciones personales y se detuvo a 19 sospechosos vinculados al Partido Aprista. Todos denunciaron durante el proceso que les arrancaron confesiones mediante tortura. También se detuvo a Ángel Millán, que se llevó el arma homicida, una Browning casi nueva. La sentencia de la corte precisó que dada la cantidad de disparos se trató de un complot, pero absolvió a todos los imputados por falta de evidencia concreta.

Aunque el Apra siempre negó su autoría, el libro recoge un testimonio de Armando Villanueva, que aparece en La gran persecución, escrito por Guillermo Thorndike. Allí el líder aprista admite que un sector del partido sí participó del asesinato en Santa Beatriz. «En eso sí estuvo Leopoldo Pita […] porque la verdad es que sí hubo una conspiración con Mendoza. No fue un acto espontáneo , exclusivo personal y anarquista», declaró.

«El magnicidio de Sánchez Cerro es la cúspide de los magnicidios en el Perú», dice Rolando Rojas. Si el Apra fue responsable de esa muerte, acabaron con una figura que le disputaba el espacio político a Haya de la Torre, pero cancelaron sus propias posibilidades posteriores. Los militares no permitirían que en los años posteriores el líder aprista llegara al poder.

 

Abatido en el Congreso

El expresidente Manuel Pardo llegó a la Cámara de Senadores, de la que era presidente -y que entonces funcionaba en donde hoy está el Museo de la Inquisición-, cerca de las dos de la tarde del 16 de noviembre de 1878. La guardia militar le hizo el saludo correspondiente y él pasó frente a ellos. Fue entonces, cuando les daba la espalda, que el sargento Melchor Montoya le descargó un tiro de fúsil. La bala atravesó el pulmón y salió por el tórax, cerca del corazón. Él se derrumbó agonizante para morir una hora después.

El libro de Rojas recoge que antes del magnicidio Pardo -que había ocupado la presidencia del Perú entre 1872 y 1876, había recibido anónimos y mensajes comunicándole que atentarían contra su vida. Pero no les dio crédito.

El proceso al asesino estableció que otros sargentos estaban implicados en la conspiración y que la esposa de Nicolás de Piérola, doña Jesús Iturbide, estaba enterada del plan. Un tío del autor del crimen se lo contó y le pidió ayuda. La misma persona le pidió ayuda para la conspiración a José Ampuero, político pierolista, y este se puso a su disposición. Más tarde otros testimonios también implicaron a la esposa de Piérola.

«Aquí queda más claro la historia de un complot maquinado por el entorno de Piérola, que era rival político de Pardo», dice el autor de Cómo matar a un presidente. La muerte de Pardo, líder del Partido Civilista, evita su triunfo en las elecciones presidenciales de 1890, de la cual era amplio favorito. Algunos de sus partidarios señalaban entonces que si no hubiera sido asesinado, la guerra con Chile se hubiera evitado o no hubiera tenido el mismo desenlace. Para Rolando Rojas, Pardo no hubiera podido unificar al país, dividido por luchas entre civilistas, pierolistas y militares. Ahí llegó la guerra.

 

Un hombre condenado

Bernardo Monteaguado, argentino, fue ministro de José de San Martín y el hombre que manejaba los hilos del poder durante el Protectorado del libertador argentino en el Perú. En esa época se ganó el odio de pensadores y políticos peruanos que abogaban por el establecimiento de un sistema republicano en contraposición a sus ideas de establecer aquí una monarquía constitucional. Por eso, cuando San Martín viajó a Guayaquil para el célebre encuentro con Bolívar, se organizó una manifestación popular para expulsarlo del país. Lo consiguieron.

Una amenaza pesaba sobre él: si volvía era hombre muerto. Incluso el Congreso dio un decreto donde lo declaraba «desprotegido de las leyes peruanas». Pero se contactó con Simón Bolívar y regresó bajo su protección en 1824. El 28 de enero de 1825 mientras se dirigía a la casa de su amante, Juanita Salguero, fue asesinado de una puñalada por Candelario Espinoza, quien dijo que solo quería robarle. Todo ocurrió frente a lo que hoy es el Cine Colón.

La indagación precisó que hubo un cómplice pero no llegó a una conclusión acerca de si se trató de una conspiración. «En los salones de la alta sociedad y en los corralones de la ciudad, la gente empezó a murmurar sobre el ministro Faustino Sánchez Carrión, el tenaz opositor de Monteagudo cuando este ejerció el poder en el protectorado de José de San Martín», dice el libro. ¿Fue Sánchez Carrión la mano detrás del magnicidio? «Eso no se puede asegurar. Los rumores e indicios apuntan a que pudo estar detrás. Lo que es evidente es que en un magnicidio siempre hay un grupo que busca beneficiarse». explica el autor. Cómo matar a un presidente es un libro de historia, pero también una detallada crónica contada con gran pulso narrativo.

• Cómo matar a un presidente.

El libro se presenta el 2 de agosto a las 7pm. en la sala Abraham Valdelomar de la FIL Lima 2018.