Foto: Presidencia
Cada cierto tiempo una región en el Perú concentra todas las expectativas del gobierno sobre la viabilidad del modelo económico extractivista que impera en el país. Cajamarca, Apurimac, Cusco y Moquegua, entre otras, han sido “campos de batalla” -si cabe el término cliché- en las cuales una población local con legítimos miedos al cambio violento en su forma de vida (además de, por supuesto, dirigentes con agendas políticas y/o económicas propias) entra en un bucle de confrontación con una empresa, y también con un gobierno nacional que hace las veces de mediador. Un mediador al que pocos creen: a la cercanía natural entre las empresas con mucho de sus ex fellows en el gobierno, se le une efectivamente el temor permanente del gobierno peruano porque una escalada de violencia termine por tumbar un gabinete. Los antecedentes están en el Arequipazo de 2002 y Baguazo en 2009; y naturalmente ningún gobierno piensa sacrificarse por un modelo económico que pese a la unidad de propósito con lo que en ocasiones quiere exponerse, ya de por sí presenta contradicciones internas: con sectores muy liberalizados y sectores muy a discreción de la voluntad estatal.
En esta rotación de posiciones, hoy le tocó el turno (nuevamente) a Arequipa, una de las regiones que -sobre la inserción del modelo de libre mercado en los últimos veintinueve años- presenta claroscuros. Es la región del Arequipazo, valga la redundancia, y de una historia de protestas que han ido del regionalismo apasionado a la confrontación abiertamente sangrienta, con episodios documentados al menos desde la década de los cincuenta del siglo pasado. Es la región que hasta los noventa se opuso vehementemente a las decisiones de una Lima librecambista y con vocación exportadora (salvo durante el gobierno militar), defendiendo su mediana (y decreciente) industria local.
Pero Arequipa también es la historia del éxito del combo “Minería + Expansión de servicios” que hizo crecer a la capital regional notablemente desde mediados de los 2000 hasta casi el fin del gobierno de Humala, además de insertar recursos en las provincias más pobres. Cerro Verde es parte fundamental de la historia contemporánea de Arequipa. El Índice de Competitividad del Instituto Peruano de Economía, asimismo, también revela consistentemente que Arequipa es -comparada a otras regiones del país- un buen lugar para hacer negocios.
Ahora bien, si nos centramos en los problemas, la región Arequipa tiene muchos ciertamente. La incompleta variante de Uchumayo sigue ahí para recordarnos que la región tiene problemas para viabilizar la inversión pública. La inversión en alianza público-privada es una idea con amplia legitimidad y pocas capacidades de concretarse (véase al respecto los tiempos que tomó la aprobación de las hidroeléctricas de Lluta y Lluclla). La corrupción es endémica, como en el resto del país, y las autoridades municipales investigadas y enjuiciadas se acumulan con cada cambio de gestión. Algo funcionó para la región Arequipa en el Perú de fines de los 2000 que no funciona para el Perú de cara al bicentenario. Y Tía María, en ese contexto, actúa de válvula de escape: es la promesa de una Arequipa rica sin tener que cambiar el statu quo institucional. Promesa que el gobierno peruano habría desestimado con su actitud vacilante de las últimas semanas.
Muchos analistas de izquierda y derecha han hecho notar su desazón con la actitud del gobierno. Políticamente hay argumentos a favor y en contra, pero lo cierto es que los conflictos sociales más peligrosos son aquellos en que las personas sienten la imposición de un modelo ajeno sobre su futuro. La imagen de una mina al lado de un valle habla de sustitución de una por otro, más que de complementación; y por más políticamente exaltadas que sean los liderazgos y las autoridades locales, la imagen está ahí, hablando por si sola ante la población. La mesura, en ese contexto, es un bien para valorar.