Foto: El Comercio
Las imágenes del último fin de semana desde el Centro Binacional de Atención en Frontera (CEBAF) en Tumbes distan notoriamente de aquella frontera de hace cinco años atrás. De aquel límite poroso al servicio de comerciantes peruanos y ecuatorianos, conocido por el contrabando de gasolina desde el Ecuador y nucleado alrededor de las “boom towns” Zarumilla /Aguas Verdes y Huaquillas[1], hoy el interés ha mutado a un escenario desconocido hasta ahora para los estados peruano y ecuatoriano: la presencia masiva de inmigrantes venezolanos, todos ellos en distintos estados de vulnerabilidad, que presionan al mercado laboral y de provisión de servicios públicos en ambos países.
Los números son contundentes: en 2014, según información de Migraciones, hubo 397,438 movimientos de entrada y salida de personas en la frontera ecuatoriana, casi diez veces menos de los movimientos en el Aeropuerto Internacional Jorge Chávez y en la frontera Santa Rosa / Chacalluta con Chile (nuestra frontera terrestre más transitada). En 2017, según información de SUNAT, hubo 857,811 movimientos de entrada y salida de personas; con la gran diferencia de que el saldo migratorio del movimiento fronterizo revela claramente el tránsito de inmigrantes venezolanos en su ruta a Trujillo, Lima y Arequipa (entre otras ciudades del país), y en menor medida a los países del cono sur.
Sin duda, la historia de la migración venezolana en el continente aún tendrá que ser escrita en los próximos años. Al desencadenante original (la pésima gestión de la macroeconomía del gobierno de Nicolás Maduro), hay que sumarle no obstante las medidas tomadas por los gobiernos latinoamericanos y sus cálculos políticos respecto a la durabilidad del régimen en Venezuela. En el caso del Perú, la política migratoria de Kuczynski alentó una migración inicial (como nunca desde hace más de un siglo), bajo el supuesto de que la caída del gobierno de Maduro sería inminente: los venezolanos regresarían pronto a su rico país, cuya economía era hasta hace pocos años el doble de la peruana, con un número de población similar. Sin embargo, el gobierno de Kuczynski no acompañó a sus medidas aperturistas un relato honesto de prospectiva en números de la inmigración, su impacto sobre la economía nacional y las medidas de integración de la población que arribaba. Como país fundamentalmente expulsor, los peruanos no estaban listos a un fenómeno social nuevo y el trabajo de comunicación hacia la población era fundamental.
El caso de la migración venezolana a Perú tiene particularidades, más allá de las cifras oficiales del número de migrantes en el continente. Si bien Colombia tiene la mayor cantidad de inmigrantes venezolanos en su territorio, es cierto que antes de la crisis hiperinflacionaria, el lado colombiano de la frontera se había convertido en refugio económico ante las carencias en Venezuela: si el contrabando de petróleo ha favorecido a Colombia por muchos años, los venezolanos encontraban en Cúcuta toda una serie de productos que habían desaparecido de las tiendas en su país. Antes de la crisis ya había cientos de miles de venezolanos viviendo en Colombia, escenario muy diferente al del Perú, donde los inmigrantes sólo se contaban en millares.
Desde que Kuczynski tomó las primeras medidas de apoyo a la inmigración venezolana, el escenario político se ha complejizado. El régimen que gobierna Venezuela ha podido sostenerse a través de un control de tipo panóptico sobre las fuerzas armadas, además del apoyo militar de sus aliados. Ya en octubre de 2018 se terminó el régimen de “Permiso Temporal de Permanencia” (PTP) que benefició el asentamiento rápido y formal de venezolanos, y ahora el gobierno ha aplicado el régimen de visas para los pasaportes venezolanos. El endurecimiento de la política migratoria -reclamada por una mayoría abrumadora de la población- pudo haberse evitado con un trabajo más integral que aborde la migración no sólo como un tema de interés de los venezolanos, sino fundamentalmente de los peruanos, y de cómo preparar a un país tradicionalmente expulsor en uno receptor.
Tumbes ha cambiado, y se ha acercado a las decenas de casos de “fronteras calientes” en el mundo. De momento las organizaciones internacionales y ONG ayudan al gobierno peruano en sus deberes respecto a los migrantes, pero los retos que quedan son gigantes. Hoy los parques de Tumbes están abarrotados de improvisadas carpas-hogar para los venezolanos más pobres. Confiar en que la restricción de visa reducirá el flujo de migrantes no es sabio. Incluso si el gobierno de Maduro cae en los próximos meses, la reconstrucción de Venezuela pasará por la aplicación de medidas económicas -muy probablemente recortes y fin de los subsidios- que seguirán generando olas migratorias. Recordemos el caso de Perú: desde el fin de la hiperinflación en 1991, el Perú siguió expulsando población al menos hasta comienzos del 2000. Es necesario que el gobierno nacional ayude a los niveles regional y local para preparar a la frontera a esta nueva dinámica, tanto para mantener su apertura como garantizar los derechos de los migrantes y, por supuesto, de los peruanos.
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[1] Sobre la frontera antes de la inmigración venezolana, véase al respecto el excelente trabajo: DAMMERT GUARDIA, Manuel y BENSUS, Viktor. Ciudades fronterizas y expansión urbana: El caso de Zarumilla y Aguas Verdes en la frontera Perú-Ecuador. Frontera norte [online]. 2017, vol.29, n.57, pp.5-30. ISSN 2594-0260.